¿Puede acaso una mujer olvidarse del niño que cría, no tener compasión del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella lo olvidara, yo no te olvidaría a ti (Isaías 49,15).
Parece que nuestro cerebro, cuando muere, lo borra todo, para dejar sitio a una sola imagen la de la madre. Creo que es justamente así. He oído a ancianos, endurecidos por la vida, morir con ese suspiro: "¡Madre!". Conozco enfermos que han sufrido alguna embolia y son incapaces de hablar pero todavía consiguen exclamar: "¡Madre mía!".
El deseo de maternidad es desbordante, como demuestran las mujeres que piden a la ingeniería genética un hijo a toda costa. Las pupilas de la hembra de la especie humana se dilatan, instintivamente, de placer a la vista de un niño. No hay experiencia humana más visceral que la maternidad. Basta observar a una madre que sufre por una enfermedad, por un trastorno o por la muerte de un hijo. Es como si se desgarrara algo, al mismo tiempo, en su cuerpo y en su espíritu.
A pesar de todo, una madre puede olvidar a su hijo, puede abandonarle en el tren, en el baño de un motel o en el cubo de la basura.
Tú, Dios, no. El amor de una madre y el tuyo no resisten comparaciones.
Entonces, ¿de qué tener miedo?