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| Cristo Sindónico de Córdoba | 
Dichosos los que construyen la paz, porque Dios los llamará sus hijos. Mateo 5,9. 
Cristo, yo había oído muchas veces esta amenaza en labios trémulos por el odio: 
“¡MIRA QUE TE PARTO LA CARA!” Y siempre pensé que todo suele quedar en 
un puñetazo, un bofetón, una cuchillada en la mejilla. Sólo en Ti se ha 
cumplido literalmente la brutal amenaza, te han partido la cara de un 
solo tajo.
Yo se la hubiera restaurado, pero Él me lo prohibió. Por eso me dedico 
en un juego de fantasía y cariño, a restaurársela idealmente, colocando 
sobre su cabeza sin facciones, las caras que para mi Cristo, ha soñado 
el arte universal. Consumo en este juego, museos, colecciones, galerías,
 catedrales, pinacotecas. Todo va pasando por el tajo de su cara en un 
desfile lento, y me siento Velázquez o Juan de Meza, con un patetismo 
barroco, o Montañés con olímpica belleza, o Leonardo, de infinita 
tristeza.
Pero desde hace unos días, he tenido que renunciar también al consuelo 
de este juego, ¡el Cristo roto es terrible en su exigencia!, no concibe 
treguas, y me lo ha prohibido también. Yo creí al principio que le 
gustaba, al menos lo toleraba silencioso, hasta que un día me 
interrumpió severamente:
- ¡BASTA! No me pongas ya más caras, he tolerado tu juego demasiado 
tiempo. ¿No acabas de comprenderlo? No me pongas más esas caras que 
pides de limosna, al arte de los hombres. ¡Quiero estar así, sin cara! 
Prometiste que jamás me restaurarías… a no ser, que quieras ensayar otro
 juego, ponerme otras caras. Esas… sí las aceptaré.
- ¿Cuáles Señor? Te las pondré enseguida. Dime qué caras y te las pongo.
- Temo que no lo entiendas, incluso que te escandalices como los 
fariseos... Me refiero a otros rostros, pero reales, no fingidos como 
los que inventabas, y que son también míos, como el que me cortaron de 
un tajo.
- Ahh, ya creo adivinar Señor, te refieres a las caras de los santos, de los apóstoles, de los mártires…
- Esas caras en verdad, son mías. Nadie me las niega ni me las regatea. 
Pero yo quiero otras, las reclamo, muy pocos se atreverían a ponérselas,
 Yo sí.
Hizo un descanso, como para tomar fuerzas. Respiró profundamente. Yo 
estaba asustado, tenía miedo, pero no había remedio. Entonces me dijo:
- Oye, ¿No tienes por ahí un retrato de tu enemigo? De ese que te tiene 
envidia y que no te deja vivir; del que interpreta mal por sistema todas
 tus cosas, del que siempre va hablando mal de ti, del que te arruinó, 
del que dio malos y decisivos informes sobre ti, del traidor que te puso
 una zancadilla, del que logró echarte del puesto que tenías, del que te
 denunció, del que te metió en la cárcel...
- Cristo, ¡no sigas!
- Es demasiado, ¿Verdad?
- Es inhumano, es absurdo…
- ¿Te has fijado bien en la cara de los leprosos, de los anormales, de 
los idiotizados, de los mendigos sucios, de los imbéciles, de los 
locos...?
- ¿Y...? ¿Y me vas a decir Cristo, que esas caras son tuyas y… y que te las ponga? No, no, imposible.
- ¡Espera! no acabo aún... Toma bien nota de esta última lista y no 
olvides ningún rostro: Tienes que ponerme la cara del blasfemo, del 
suicida, del degenerado, del ladrón, del borracho, del asesino, del 
criminal, del traidor, del vicioso. ¿No has oído?
¡Necesito que pongas todos esos rostros sobre el mío!
- …No, no Señor… -contesté— ¡No entiendo nada! ¿Todos esos rostros miserables y corruptos sobre el tuyo, sagrado y divino?
- ¡Sí, así lo quiero! ¿No ves que todos ellos pertenecen a esta pobre 
humanidad doliente creada por mi padre? ¿No te das cuenta que yo he dado
 la vida por todos?
Quizá ahora comprendas lo que fue la Redención.
Escucha: Yo, como hijo de Dios, me hice responsable voluntariamente de 
todos los errores y pecados de la humanidad. Todo pesaba sobre Mí, mi 
Padre se asomó desde el cielo para verme en la cruz y contemplarse en Mi
 rostro, clavó sus ojos en Mí y su pasmo fue infinito. Sobre mi rostro, 
vio sobrepuesta sucesiva y vertiginosamente las caras de todos los 
hombres. Desde el cielo, durante aquellas tres horas terribles de mi 
agonía en la cruz, contemplaba el desfile trágico de la humanidad 
vencida, mientras tanto Yo le decía:
“¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!” No era Yo sólo quien 
moría en la cruz, eran miles y miles de dolientes seres humanos, 
derrotados muchos por sus propias pasiones, por sus errores, por sus 
pecados. El desfile era terrible, repugnante, grosero. Mi Padre vio 
pasar sobre mi rostro la cara del soberbio; la del sectario, imaginando 
la destrucción de Dios, la del asesino frío y desalmado...
Había labios repugnantes, ojeras hundidas marcadas con fuego de lujuria,
 alientos insoportables de ebriedad, palidez de madrugadas encenagadas 
en el vicio, sórdidos rictus de amargura y desesperación, turbadoras 
miradas de perversión y delito, de subterráneas anormalidades 
inconfesables y oscuras. Toda la derrota y las lacras de una humanidad 
irredenta, la agonía, la muerte. Y mi Padre… Dios, las amó a todas y 
perdonó sus pecados”.
Mi Cristo calló, qué pobre y ridículo me pareció el arte de los hombres y
 qué profundo e insondable el amor de Dios. Y desde entonces, enmudeció.
 No volvió a hablarme más.
No olvidemos nunca esta suprema y difícil lección. No olvidemos nunca la
 superficie lisa del rostro de mi Cristo, tajado verticalmente. 
Podríamos compararlo con un portarretrato vacío. En él se nos ofrece la 
oportunidad de colocar la cara de aquél o aquellos que nos han hecho 
daño o que odiamos profundamente, haciéndonos más daño a nosotros mismos
 que a quien es objeto de nuestro rencor.
¡Sí…, sí, seamos valientes! Recordemos el rostro que mayor odio y 
antipatía nos produzca, acerquémoslo a Cristo, aunque sintamos temblar 
nuestro pulso. Coloquémoslo sobre el suyo e imaginemos que nuestro 
enemigo, ese ser que odiamos, ocupa su lugar en la cruz. Cerremos los 
ojos, acerquémonos al crucificado y besemos reverentes y humildes su 
figura.
Al besar un Cristo, con el rostro de nuestro enemigo, nos envolverá una 
voz cálida y musical, paternal y bondadosa. Aquélla que hace muchos 
siglos nos dejara la más grande y maravillosa herencia que hombre alguno
 pueda tener, encerrada en sólo seis sencillas palabras:
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“Amaos los unos a los otros”... 
.:*:.Hasta la próxima Ruta, Dios mediante. Bendiciones Infinitas. Paz y Bien..:*:.